domingo, 27 de julio de 2008

Pueblan mi cabeza centenares de recuerdos, de viajes espontáneos, recorriendo el triángulo de amigos que forman Puerto Real, Sevilla y Huelva. En uno de sus vértices, el de Sevilla, fue dónde nos conocimos. Solía ir de vez en cuando a visitar esa ciudad, a desconectar de mi rutina y a crear historias con amigos. Eran días enriquecedores de paseos, charlas, cervezas y porros. Yo descubría la ciudad, que me era ya conocida, pero en esa época llegué a sentirla, a olerla, a caminarla. Cualquier plaza o jardín, acera o banco, eran dignos acompañantes de interesantes y sinceros diálogos.

Este ambiente rodeaba nuestro encuentro, que un día llegó. Me sorprendió tu estancia en casa de nuestro mejor amigo en común. Al ir a saludarte saliste corriendo, más tarde volviste y te paseaste sobre nuestras cabezas. Te gustaba mucho jugar, yo me impregnaba de ti, me divertía observando tus idas y venidas por aquella terraza. La imagen que de ti me cautivó, fue ver con qué entusiasmo correteabas, te reías y te enfadabas con tu reflejo en aquel espejo apoyado en la pared. Tu temprana edad desprendía energía y vitalidad. Bastaba mirar tus ojos para esbozar una sonrisa y emergía el buen ambiente que te rodeaba.

El tiempo siguió su curso y cada cual tomó su rumbo, aún así, la última vez que nos vimos mantuvimos un sosegado diálogo. Tú estabas descansando en el balcón, yo me acerqué a ti y nos miramos. Éramos diferentes a cuando nos conocimos. Sentí tu crecimiento, esa alocada actividad de juventud la moldeaste en suave serenidad y sabiduría. Tus brillantes ojos hablaban con más fuerza tu propia voz.

Federica, cada vez que me asome a un espejo trataré de adivinar dónde te escondes.



miércoles, 23 de julio de 2008

Oda 9. Libro I



Ya ves cómo blanquea la alta nieve

en el Soracte; los cansados árboles

bajo el peso sufren; el hielo

áspero inmóviles tiene a los ríos.



Aleja el frío echando generoso

leña al fuego y un vino de cuatro años

con largueza, Taliarco, escancia

de sabina ánfora y el resto déjalo



a los dioses, que en cuanto aplacar quieran

la lucha de los vientos sobre el férvido

piélago, los viejos cipreses

y fresnos quietos quedarán ya.



No te preguntes más por el futuro

y apunta en tu haber, mozo, cada día

que te dé Fortuna y las danzas

y amores dulces aun no desprecies



mientras en tu vigor no haya morosas

canas. Ahora buscar debes el Campo

y las plazas y la nocturna

cita en que se oigan suaves susurros;



ahora la grata risa que a la niña

delate en su rincón, ahora la prenda

robada a la muñeca o dedo

que se defiendan con pocas ganas.


(del libro Odas y Epodos, Quinto Horacio Flaco [65-8 a.C.]. Traducción de Manuel Fernández-Galiano. Editorial Cátedra)



lunes, 21 de julio de 2008

martes, 15 de julio de 2008

La muerte de una mosca




Me gustaría contar la historia que conté por primera vez a Michelle Porte, que había rodado una película sobre mí. En aquel momento de la historia, me encontraba en lo que se llamaba la despensa, en la "casita" con la que comunicaba la casa. Estaba sola. Esperaba a Michelle Porte en la mencionada despensa. Con frecuencia me quedo así, sola, en esos lugares tranquilos y vacíos. Mucho rato. Y fue en aquel silencio, aquel día, cuando de repente, en la pared, muy cerca de mí, vi y oí los últimos minutos de la vida de una mosca común.

Me senté en el suelo para no asustarla. Me quedé quieta.

Estaba sola con ella en toda la extensión de la casa. Nunca hasta entonces había pensado en las moscas, excepto para maldecirlas, seguramente. Como usted. Fui educada como usted en el horror hacia esa calamidad universal, que producía la peste y el cólera.

Me acerqué para verla morir.

La mosca quería escapar del muro en el que corría el riesgo de quedar prisionera de la arena y del cemento que se depositaban en dicha pared debido a la humedad del jardín. Observé cómo moría una mosca semejante. Fue largo. Se debatía contra la muerte. Duró entre diez y quince minutos y luego se acabó. La vida debió acabar. Me quedé para seguir mirando. La mosca quedó contra la pared como la había visto, como pegada a ella.



Me equivocaba: la mosca seguía viva.



Seguí allí mirándola, con la esperanza de que volviera a esperar, a vivir.



Mi presencia hacía más atroz esa muerte. Lo sabía y me quedé. Para ver. Ver cómo esa muerte invadiría progresivamente a la mosca. Y también para intentar ver de dónde surgía esa muerte. Del exterior, o del espesor de la pared, o del suelo. De qué noche llegaba, de la tierra o del cielo, de los bosques cercanos, o de una nada aún innombrable, quizá muy próxima, quizá de mí, que intentaba seguir los recorridos de la mosca a punto de pasar a la eternidad.


Ya no sé el final. Seguramente la mosca, al final de sus fuerzas, cayó. Las patas se despegaron de la pared. Y cayó de la pared. No sé nada más, salvo que me fui de allí. Me dije: "Te estás volviendo loca". Y me fui de allí.


Cuando Michelle Porte llegó, le enseñé el lugar y le dije que una mosca había muerto allí a las tres veinte. Mechelle Porte se rió mucho. Tuvo un ataque de risa. Tenía razón. Sonreí para zanjar la historia. Pero no: siguió riendo. Y yo, cuando la cuento ahora, así, de acuerdo con la verdad, con mi verdad, es lo que acabo de decir, lo que ha ocurrido entre la mosca y yo y que no da risa.

La muerte de una mosca: es la muerte. Es la muerte en marcha hacia un determinado fin del mundo, que alarga el instante del sueño postrero. Vemos morir a un perro, vemos morir a un caballo, y decimos algo, por ejemplo, pobre animal... Pero por el hecho de que muera una mosca, no decimos nada, no damos constancia, nada.

Ahora está escrito. Es esa clase de derrape quizá -no me gusta esa palabra, muy confusa- en el que corremos el riesgo de incurrir. No es grave, pero es un hecho en sí mismo, total, de un sentido enorme: de un sentido inaccesible y de una amplitud sin límites. Pensé en los judíos. Odié a Alemania como durante los primeros días de la guerra, con todo mi cuerpo, con todas mis fuerzas. Igual que durante la guerra, a cada alemán por la calle, pensaba en su muerte a mi debida, por mí ideada, perfeccionada, en esa dicha colosal de un cuerpo alemán muerto de una muerte a mí debida.



Está bien que el escribir lleve a esto, a aquella mosca, agónica, quiero decir: escribir el espanto de escribir. La hora exacta de la muerte, consignada, la hacía ya inaccesible. Le daba una importancia de orden general, digamos un lugar concreto en el mapa general de la vida sobre la tierra.

Esa precisión de la hora en que había muerto hacía que la mosca hubiera tenido funerales secretos. Veinte años después de su muerte, ahí está la prueba, aún hablamos de ella.


Nunca había contado la muerte de esa mosca, su duración, su lentitud, su miedo atroz, su verdad.

[...]


Hace veinte años de eso. Nunca había contado esa historia como acabo de hacerlo, ni siquiera a Michelle Porte. Lo que aún sabía -lo que veía- es que la mosca ya
sabía que aquel hielo que la atravesaba era la muerte. Eso era lo más espantoso. Lo más inesperado. Ella sabía. Y aceptaba.


Una casa sola no existe así como así. A su alrededor se necesita tiempo, gente, historias, "hitos", cosas como el matrimonio o la muerte de aquella mosca, la muerte, la muerte banal: la de la unidad y a la vez la del número, la muerte planetaria, proletaria. La de las guerras, esas montañas de guerras de la Tierra.


Aquel día. El mencionado, el de la cita con mi amiga Michelle Porte, a quien sólo yo vi, aquel día si hora exacta, murió una mosca.


De repente el momento en que la miraba eran las tres veinte de la tarde y pico: el rumor de los élitros cesó.


La mosca había muerto.


Aquella reina, negra y azul.

[...]


Quería huir y al mismo tiempo me decía que debía mirar hacia aquel ruido en el suelo, para, a pesar de todo, haber oído, una vez, ese ruido de llamarada de leña húmeda de la muerte de una mosca común.


Sí. Eso es, esa muerte de la mosca se convirtió en ese desplazamiento de la literatura. Se escribe sin saberlo. Se escribe para mirar morir una mosca. Tenemos derecho a hacerlo.


A Michelle Porte le dio un ataque de risa cuando dije a qué hora había muerto la mosca. Y ahora pienso si no sería yo quien contara esa muerte de modo risible. En aquel momento carecía de medios para expresarlo porque miraba aquella muerte, la agonía de aquella mosca negra y azul.


La soledad siempre está acompañada por la locura. Lo sé. La locura no se ve. A veces sólo se la presiente. No creo que pueda ser de otro modo. Cuando se extrae todo de uno mismo, todo un libro, forzosamente se está en el particular estado de cierta soledad que no se puede compartir con nadie. No se puede hacer compartir nada. Uno debe leer solo el libro que uno ha escrito, enclaustrado en el libro. Evidentemente eso tiene un aspecto religioso pero no lo experimenta uno en el acto, puede pensarlo después (como lo pienso en este momento) con motivo de algo que podría ser la vida, por ejemplo, o la solución de la vida del libro, de la palabra, de gritos, de aullidos sordos, silenciosamente terribles de todos los pueblos del mundo.
[...]



(fragmento del libro Escribir, de Marguerite Duras. Editorial Tusquets -colección Fábula-)



lunes, 14 de julio de 2008

sábado, 12 de julio de 2008

miércoles, 9 de julio de 2008

miércoles, 2 de julio de 2008

Epigrama del poeta joven


(Del libro Camaradas de Ícaro, de Aurora Luque. Editorial Visor.)


Eres contemporáneo.

Tu lenguaje apetece por lo visto a la crítica.

Han dicho: -Cotidiano.

Y tú les obedeces sin saber, sin malicia.

Si dijeran: -Rubén,

Rubén escribirías: eres dócil y joven.

(Ya vendrán las indóciles arrugas interiores).

Porque a todos nos llega la hora del desdén.

Cuando grite qué asco esa voz interior

llegará el primer verso del poema mejor.