viernes, 6 de julio de 2007

El jinete

Reiterquartett (op. 74, 3)
Haydn

1

La noche se derrumba de repente,
y de la extensa desolación de sus ruinas
surge el jinete, que va adentrándose en el alba.
Se siente joven, decidido y dichoso
bajo las luces inciertas y recientes
de un mundo que comienza, de un destino
radiante en su inconcreta vastedad.
Pero el largo camino que necesariamente habrá de recorrer,
los previsibles peligros y fatigas del viaje
y la atención intensa hacia los signos
que puedan revelarle algún conocimiento
acerca de la naturaleza de su afán,
lo mantienen constantemente alerta,
ocupado en problemas inmediatos y simples.
Y no mira hacia atrás: su presente se olvida
de la existencia extraña que vivió anteriormente,
cuando la armoniosa plenitud de su fuerza de ahora
era tan sólo un sueño desordenado y bello,
un atisbo de música fragmentaria y dulcísima
en la mente de un dios solitario
que entregaba sus horas a la meditación.

La juventud florece en los sentidos
y se complace en el cuerpo, en los azares
definitivos del milagro:
miembros que con agilidad responden
a los designios caprichosos del deseo;
soledades fragantes de la piel,
en las que la luz que hace crecer el día
derrama su dorada complacencia,
la prodigiosa amistad de su contacto.

2

Desde el centro del cielo el sol observa
cómo va madurando el mediodía.
Y una dulce fatiga se apodera
del ímpetu orgulloso del jinete.

Una sombra poblada por las canciones monótonas
de los insectos que acompañan al verano
se ofrece al pie de una frondosa encina:
allí el joven decide
suspender por un rato las ansias de acercarse
a las tierras que aguardan su llegada.
Se recuesta en la hierba, y las manos del sueño
se aproximan a la suavidad de unas sienes,
esparcen el reposo por un cuerpo cansado.

3

A despertar se acercará el muchacho
con nuevo aliento a su cabalgadura:
comprueba que ante él se extiende una tarde dilatada y hermosa
y se entrega otra vez al placer del viaje.

En su pecho se adentran los olores del campo,
los perfumes delicados y agrestes.
Y el joven mira con gratitud el mundo
que le ofrece sus dones, su belleza.

En sus ojos fulgura el gozo de quien mira
las cosas con amor:
alondras derramadas en la alta luz del día,
violetas que pronuncian su brevedad humilde
al borde de un arroyo soñoliento,
bosquecillos de álamos que murmuran
y quedan pronto atrás en el camino.

4

La historia existe apenas, porque es breve el pasado:
una vasta mañana, algún recuerdo de la noche
confusa del origen.
Todo es acción, presente, impulso puro
que concentra en los ojos oscuros del muchacho
el deseo poderoso del entendimiento:
quiere saber por qué y de dónde nace la alegría
que siente al contemplar la hermosura del mundo,
y quiere interpretar el silencio del campo,
el gesto melancólico, la soledad del sauce.

Pero las cosas nada dicen; callan;
su obstinada belleza no responde
a la franca mirada inquisitiva:
crecen y esperan y ni siquiera intuyen
que un día morirán.

Ahora la tarde va apagándose.
El jinete
sabe que se aproxima el fin de su viaje,
porque está muy cansado y siente frío.

La oscuridad lo espera detrás de las montañas
desoladas y cárdenas del atardecer.
Pero él no quiere detener la carrera
que con gozo iniciara. Y envuelto en la luz última
avanza sonriendo y se pierde en la noche.

Eloy Sánchez Rosillo

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